Escualo secado mediante oreo, sustento otrora de marineros y ahora reconocido como de alta cocina.
El Principado de Asturias, tiene en Cudillero una de sus principales referencias turísticas. Situado en el centro occidente costero, está declarado Conjunto histórico-artístico y Bien de interés cultural, así como Municipio de Excelencia Turística, y está incluido en el inventario de “pueblos más bonitos de España”. Son muchos los valores que aglutina esta pequeña y pintoresca localidad marinera, que fascina a sus visitantes por su aspecto de Belén náutico, con sus estrechas calles que miran al mar, en las que sus casas cuelgan de la montaña luciendo alegres colores.
Inminentemente marinero, tierra
de aromas a mar brava y a pescado, tiene en el CURADILLO el emblema, símbolo y
estandarte de un pueblo orgulloso de su historia, cuyos habitantes son
conocidos como “pixuetos”.
No es un pez, es más un concepto
y una filosofía. Y es que la “Scymnodon ringens”, popularmente conocida en
Castilla como Bruja y en el
Principado como Gata, no solo es una
criatura misteriosa, de formas inquietantes y fauces amenazadoras, aunque
inofensiva, sino que ha sido la
auténtica despensa natural histórica del antaño humilde lugar, en los duros
tiempos que la vigilia y los temporales hacían que escasease el sustento
alimentario diario.
La conservación de alimentos como
necesidad para épocas de penuria o de escasez, es una constante histórica que
se repite siglo tras siglo desde los albores de la humanidad. Las técnicas
seguidas en cada caso dependían de la naturaleza del alimento a conservar y de
los condicionantes externos que se podían manipular a tal fin.
El oreo –simple secado al aire-,
el ahumado –secado al humo del fuego- y el salazón –con la sal como
conservante- han sido junto al vinagre y la miel, los principales métodos de
conservación utilizados a lo largo de los tiempos. El primero de ellos es el
utilizado para el peculiar producto pixueto.
Escualo imprescindible en la
economía doméstica pescadora, que cumplía tres funciones fundamentales bien
diferentes. La extracción del aceite de su hígado, utilizado para freír pero
sobre todo como materia prima iluminaria. El uso de su piel para limpiar y
pulir maderas y metales, cual lija natural. Y de alimento como pescado cecial,
eran los usos que le daban a este primo
del asesino tiburón blanco.
Los pescados ceciales, secos o
curados, han tenido un protagonismo singular en todos los recetarios clásicos
españoles a partir del siglo XV. Antonio Salsete, Diego Granado, Francisco
Martínez Montiño, Juan Altamiras o Rupert de Noia, son algunos de los que lo
mencionan en sus obras. Elaboración norteña, en el que el arte del salazón y el
secado no sólo fue una reserva local de alimentos, sino también un elemento
comercial con las vecinas regiones de interior.
La operación de transformar el
pescado en curadillo, que puede ser cualquier pez de la familia de los
escualos, es un proceso complicado que
requiere paciencia, habilidad y múltiples saberes. Comienza con su encentrado,
con su crucifixión sobre una tablilla engarzada de dos travesaños para estirar
bien su piel y así que le diera el aire por ambas partes, y un cuidadoso lavado
con agua dulce hasta su completa limpieza. Pasos al que le da continuación el
colgado para su oreo en los aleros y ventanas de casas y otras edificaciones,
solamente en días secos, ya que la niebla y el agua de lluvia son sus mayores
enemigos. Proceso que dura, de forma habitual, entre cinco y seis meses en
función del tamaño de la pieza. Concluido, es necesario mantenerlo en lugar
seco y sacarlo al sol para evitar que su carne ablande.
Este peculiar proceder es, más bien fue, toda una “Estampa” de Cudillero, al ser durante décadas adorno obligado de balcones y galerías, anécdota de fachadas, pretexto de fotos y postales.
Gastronómicamente es el guiso
pixueto por antonomasia. Plato humilde entre los humildes, que posee todo el
encanto de la sencillez y representa el espíritu previsor de las gentes de la
mar. Único y obligado en los duros años pretéritos de no hace muchas décadas,
donde se utilizó como despensa para los inviernos aciagos, para las épocas de
apuro y necesidad.
De ser un recurso de situaciones
límite, un talismán para la pobreza, un plato de cocina económica y de
emergencia, ha pasado a principios del siglo veintiuno a ser un bocado de refinada cocina gracias al esfuerzo de algunos hosteleros para recuperarlo, en especial el finado Santiago Mariño. Con esa mezcla de
exotismo y vulgaridad que obliga a los cocineros a suavizar su aspereza y
dotarlo de gustas de afinidad que le ensalcen y le hagan grato al paladar y al
resto de los sentidos.
El recetario recoge una treintena
larga de fórmulas magistrales. Ha sabido rodearse de buenas compañías y entre
éstas, tal vez sean les fabes las más agradecidas, alcanzando la unión un
compendio excelente. Aunque su conjunción con otros guisos, arroces, patatas,
estofados o tortillas, no suelen dejar a nadie indiferente. Su sabor es bravo,
basto y ordinario para algunos, brutal y sugerente para otros, pero sobre todo nostálgico
y romántico.
Ahora dos décadas después ha vuelto a un ostracismo que esperemos se pueda revertir para el bien de la gastronomía regional en general y la pixueta en particular.
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“Muciquinas aldianas. Si querais mozu pixuatu, tenéis que
saber guisar curadillu pa’l inviarnu”. Estrofa de cantar pixuetu.
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